Jóvenes, inexpertos, novatos, inocentes, crédulos e
inseguros. Pero también ilusionados, trabajadores, expectantes, activos,
entusiasmados y curiosos.
Son muchos los calificativos que se les puede atribuir a un
grupo de estudiantes de 18 años, recién iniciados en el mundo de la universidad
y de la arquitectura, ajenos a mucho de lo que les rodea. Es un mundo nuevo, o
dos si cabe, con mucho terreno por explorar, y mucho que trabajar. Y en medio
de todas esas fechas de entrega, de esos agobios de última hora, de esas prisas
irremediables, surge el milagro. Una práctica, un trabajo, un dibujo que
entregar, un documento que analizar, que lejos de convertirse en una tarea
tediosa, aprendemos a apreciar como lo que son: algo placentero, reconfortante,
sabiendo que estás aprendiendo lo que te gusta. Es entonces cuando nos damos
cuenta de que aprender y disfrutar, nunca estuvieron enfrentados.
De alguna manera, es lo que hemos podido sacar en limpio de
esta última práctica grupal, que es la síntesis de las que llevamos a cabo a lo
largo del cuatrimestre de forma individual. Está claro que cinco cabezas
piensan mejor que una sola. Saber apreciar la utilidad de trabajar en grupo
quizás fuese el mensaje más importante que descifrar aquí. Y por supuesto,
añadir conocimientos de paso que analizamos la obra de uno de los maestros
contemporáneos. La Casa del Bosque, como mínimo, ya no nos suena tanto a chino.
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